Día 1 - cróniKa
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Uno de los primeros mapas del mundo |
Día
1
Estoy determinada a
no mirar atrás, a no leerme, a no pensar más que en escribir. Probablemente
nada de esto valga la pena (para nadie que no sea yo). Quizás sea sólo una
anticipación, una coartada.
Yo fui, pero no
sabía lo que estaba haciendo.
Me queda claro que
viajar más de 8000 km. implica algunos cambios, radicales. Siento que mi cuerpo
entero es una lija, que el frío lo ajó como si fuera una hoja, y el viento
entró por donde quiso no importa cuántas capas de ropa tuviera encima. Cuando en
Buenos Aires la sensación térmica llegó a 40 grados, pensé que no se podía
vivir, que en cualquier momento el aire dejaba de existir y se convertía en una
especie de placa caliente, presionando desde todos lados, queriendo tirarte al
suelo y abandonarte definitivamente ahí. En cambio, hoy sentí cuchillos
atravesando el aire y con él, mi nariz, mis ojos, mis orejas. Tengo la piel
roja, como una india expuesta al calor extremo de la llanura, potreando sin
cesar. Me sorprende el simple hecho de que dos intensas sensaciones opuestas
provoquen el mismo efecto: el rojor
ardiente, paspado y tirante, pronto a agrietarse. Mi boca perdió sus bordes, es
una roja redondez encendida, impresionista. Hay que mirarla de lejos para
comprenderla.
Roja también está la
ciudad. San Valentín se acerca con su multimillonario séquito de corazones
desparramados. Globos, peluches, chocolates, decoración, flores, pero sobre
todo, corazones, corazones, ¡corazones! Porque en realidad todo es corazón (los
globos, los peluches, los chocolates, la decoración, no las flores, pero vienen
en papel de corazones y también hay flores falsas de corazón). El rojo abunda,
inunda, sobresale entre la ineludible capa blanca que cubre la superficie. Es
como un perpetuo gorrito de hielo, una saliente de nieve congelada. Cuando
salimos de JFK, tomamos un colectivo que nos llevó directo a Manhattan –lo más
rápido y barato, lo aprendimos la última vez que estuvimos– y de nuevo vi el
cementerio infinito que rodea a Nueva York. No sé su nombre y eso me perturba.
Es como verlo por primera vez cada vez que paso. Era al mismo tiempo desolador
y gracioso su aspecto después de una nevada. Todas las lápidas tenían su
gorrito blanco de nieve, tan perfecto que parecía hecho a propósito, tejido a
medida o parte de la construcción, y eso le daba un aire homogéneo, festivo, a
las tumbas. No había ni una flor, ni un lunar de color. El conjunto era una
inmaculada geometría de piedra y blanco.
Me quedé pensando
en la necesidad de hablar del tiempo, mejor dicho, del clima. Pero en realidad
sucede que el clima condiciona tu tiempo y espacio. Jamás comprendí mejor la
idea de “estación”. Como si fueras un tren que para en distintos escenarios:
cada uno te provoca una reacción física inevitable, un reflejo. La ciudad está
teñida de rojo acorazonado, pero aún lo blanco y gélido impera. De hecho, los
autos, con su pasar, levantan la finísima, invisible, capa de hielo que recubre
el asfalto, provocando así una continua nevisca que el viento arremolina.
Parece casi una burla, un picadito fino que te sorprende y te humedece. Ése es
otro factor importante: no siento humedad. Nunca pensé que esto me afectaría.
El mundo entero parece coincidir en que los climas secos son mejores y más
fáciles de llevar. En Buenos Aires vivimos diciendo Lo que mata es la humedad. Sin embargo, acá el agua es dura, se
queda pegada en gotas, absolutamente formada, sin dignarse a mojar. Hay que
trabajar la espuma, amasarla con el jabón, y mi carne se vuelve un tasajo
apachurrado.
Sin embargo,
Candela lo pasa lo más bien. ¿Es su nombre lo que la alienta de manera
inexorablemente cálida? Llegué a su dorm
luego de una caminata que acabó con mi sangre, simplemente se detuvo, yo era
una masa abrigada sin sentido. Candela bajó en pantuflas (¡los empeines al aire
vivo!) y remera de mangas cortas. Es verdad, debo admitir que en su habitación
hacía calor, pero cuando salimos se abrigó con una camperita minúscula, violeta
brillante, muy chic (nunca me pareció
más apropiado el término). Para mí fue como si hubiera decidido salir desnuda.
La miré con declarado horror por algunas cuadras, no podía entender.
Es raro ver a
Candela viviendo acá. No dejo de sentirla desdoblaba (Candi, hasta tu apodo
suena doble), como si los idiomas que maneja fueran dos partes definidas que se
tocan sin mezclarse, agua y aceite; como si la camperita hubiera sido recortada
de Buenos Aires y pegada en Nueva York, la plasticola hecha un engrudo, una
desprolijidad, un descuido notorio. Ella estaba comodísima, igual que con el
clima. Era mi problema ver dos zonas con límites. Borders.
Con Nacho anduvimos
vagando. Nos alentaba el objetivo de comunicarnos con mi prima, pero se iba
dilatando en el redescubrimiento de la ciudad. En Manhattan, casi todo lo que
es cartel, es también pantalla: lo estás mirando y de pronto se mueve, cambia.
Nacho se quedó embelesado con los anuncios del menú de Mc Donald´s, que bajo la
apariencia estática de los carteles hamburgueses de siempre, encerraba un
sandwich animado, que crecía, giraba, modificaba su perspectiva, y se reunía
finalmente con unas papas y una coca extra large. En Times Square hay tantos
anuncios, y todos tan movibles, que no existe una zona sin efecto especial, que
no te diga –que no te venda– algo en movimiento. Tampoco te podés parar a ver
todo lo que se mueve a tu alrededor: morirías congelado, delatándote un
absoluto pajuerano.
Estuvimos saltando
de-afuera-hacia-adentro-de adentro-hacia-fuera en un intento de no dejarnos
avasallar por el hielo seco que conquista, subrepticiamente, las extremidades.
Así entramos en la Biblioteca Pública de Nueva York y pudimos ver varias joyas.
El interior de la Biblioteca parece un palacio listo para un baile, con enormes
faroles y luminarias, de ésas que imitan la llama de una vela. Una vez que te
revisan para entrar (dos veces y al salir, otras dos veces más), uno es libre
de andar por donde quiera. Había una exposición de libros originales del 1500 y
aún más antiguos. Había en especial uno que me llamó la atención: el que le
dedicó Catalina de Medicis a su esposo, el rey Enrique II.
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