A upa navideño



Nos levantamos. Yo parecía emerger del sueño de los cien años, no sé si por qué ayer estuve con García Márquez y su soledad, o qué. Llevé ese enorme libro para todos lados, se ajustó tan bien a mi bolsita extra cartera (llena de libretas, lapiceras, cosméticos, alcoholitos en gel de distintos gustos y más libros de menor tamaño). Camino con dolor muscular en lugares que descubro porque se hacen sentir, nada estridente, solo ese sentido agazapado, acechante, que no sabés en qué se va a convertir. Primer hecho extraordinario de este 24 de diciembre: Isabella está barriendo. Cuando finalmente llego a la cocina (y mi departamento es muy chico), ya terminó de barrer y la veo ordenar diligentemente como una señora grande, presta, seria, enfocada en su labor. Se ató el pelo en una colita mínima para que no le molestara con mucha destreza. Me mira y pregunta:
Mamá podemos dejar galletas para Santa?
Para Santa? Repito, porque es lo único que puedo hacer, luego de ver a la más pequeña de la casa ordenando en lo que llegué a concluir era la escena para Santa. Papá Noel, acota Allegra.
Sí, sí, digo, dando a entender que no estoy tan afuera de todo este asunto de la Navidad y que funciona en mí la equivalencia Santa Claus-Papá Noel.
De todas maneras, mi repetición asombrada de este personaje en su versión norteña tenía su búsqueda. Fue Allegra quien anticipando cada movida de la conversación, me aclara: lo que pasa es Isa estuvo mucho tiempo con Savia y viste que la mamá es norteamericana y habla inglés, por eso le dice Santa. Se contagió de Savia.
Ah.
¿Podemos ponerles galletas a Papá Noel?, pregunta de nuevo Isa.
Me imagino una casa totalmente distinta de la que tenemos, con una temperatura opuesta, en el frío polar, con nieve afuera, tejidos de lana con dibujos por todos lados, alfombras peludas, luces excesivas en actitud titilante, chocolate caliente a mano, leche tibia en una botella de vidrio y galletas horneadas con formitas por una madre que gusta de seguir los consejos navideños de Martha Stuart.
Allegra vuelve a intervenir mientras yo construyo estos ambientes imaginarios. Isa, las galletas son para los Reyes Magos!
Y qué? No podemos dejarle a Papá Noel?
Ahora me miran a mí, las dos, expectantes.
Debo decidir si Papá Noel recibe galletas.
Bueno, digo, le podemos dejar.
Entonces Isa dictamina, Hay que comprar porque nos comimos las pachafaz y quedan sólo ópera. Allegra corrige a su hermana mientras habla y luego agrega, Y las ópera son ricas... pero ¿viste que se ponen medio feas cuando pasa un tiempo?
Están feas?, inquiero.
No, no, pero ya no están tan ricas.
No creo que Papá Noel se dé cuenta con todo lo que tiene que hacer, ir de casa en casa, acarreando bolsas, con este calor, le dejamos unas ópera y listo. 
Se ríen.
Es un regalo verlas reír. Y en este punto no hay nada comparable, el sonido de la risa de mis hijas es una capa mágica, es como si me tomaran duendes del amor y me infundieran felicidad. Es Navidad pura, como si la sangre se me volviera de luz, o de caramelo a rayitas rojo y blanco, como si prendieran fuegos artificiales en mi cabeza y el mundo, su atrocidad cruel, no existiera.
Me siento a tomar mate, quiero escribir todo lo que me dijeron. Claro que no pude, no puedo, ni siquiera ahora. Antes Allegra me sonrió preguntándome: Upa navideño? Cómo negarme. Se sumó Isa. Una pierna para cada una.
Nunca podría escribir todo lo que dicen. Sus ocurrencias y enlaces son una fuente inagotable de originalidad. Por primera vez dicen y atraviesan ciertos momentos. Las veo crecer. Isa está tirada encima mío leyendo. Ahora. Me pregunta el significado de una palabra. Son todas tan nuevas en esa lectura.
Me gusta que todavía me pidan upa. Y que Allegra lo bautice: navideño.
(Varios hechos extraordinarios de esta Navidad tuvieron lugar apenas me levanté, quizás las estirpes condenadas tengan, después de todo, una segunda oportunidad sobre la faz de la tierra.)

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