Flores Amarillas -sobre El niño con los pies pintados-

El niño con los pies pintados
Abasto Social Club–Yatay 666-Viernes 23 h
Apenas entrás y ya te topás con la mirada del “pobre niño”. Claro, todavía no lo sabés porque no te dijeron nada, porque no empezó la obra. Y en realidad sí, porque basta esa mirada intensa, enrojecida, brillante de lágrima que nunca cae, para iniciar el pasaje al mundo del “pobre niño”. Cómo habrá sido su casa, que este chico prefiere estar confinado en un hospital, con médicos (no doctores porque ese término puede confundirlos con abogados) que lo examinan, lo interrogan y lo marcan. Debería ser el del cuerpo marcado, pero probablemente este nombre fuera demasiado explícito, incluso hiriente. Creo que es mucho mejor “el niño con los pies pintados”, no lo entiendo del todo, y eso me gusta, me parece poético, como lo fue la experiencia de la obra.
El golpe está, latente desde el comienzo, todos podemos sentirlo en su amenaza invisible, pero cómo se va a efectuar, cómo va a formarse en la escena finalmente, cómo se va a mostrar, ése es el punto, el momento y el traumado corazón. No va a ser un cross a la mandíbula. Quizás su impacto final siempre lo sea: no queda más que sentirse en knock out. Pero se trata más bien de un finísimo pellizco que no ves, que intuís, está ahí, desde el comienzo y durante toda la obra, el chico está ahí, sentado en el centro, sin amarras pero inmóvil en una silla, congelado por completo a excepción de su mirada, que te sigue, te la encontrás, te penetra. El pellizco se va formando tan lento, leve, levísimo como una cosquilla que hasta es agradable, tan de a poco va creciendo su intensidad de uñas chiquitas, de dedos de bebé. Y el “golpe” no es inimaginable, al contrario, sabés desde el principio: algo le pasó a ese pobre chico, por algo está así, sin palabras, sólo con sus ojos y sus dibujos de flores amarillas, campos llenos de flores amarillas con mamá y hermanos. Y él, a un costado, un poco alejado del grupo, pero presente. Se trata del efecto catártico del teatro en todo su esplendor. El “golpe” está representado, pero lo que pasó escapa a la visión porque realmente no podemos verlo, como la propia madre ciega, o cegada. Sin embargo, de esta manera espiamos.
Lo que se ve a plena luz del día es humano: hombres y mujeres comunes por todos lados, distintas edades, distintos trabajos, distintos intereses, distintas clases. No hay un monstruo, todos son “gente común”. Quizás el extraordinario –definitivamente el “anormal”– es el chico. Si un “monstruo” es lo que infunde miedo a primera vista, asusta más el niño que el “perpetrador del crimen”. A primera vista: la única que tenemos en la mayoría de los casos, la única en la que basamos las suposiciones que nos permiten transcurrir en la vida diaria. El chico en su casa fue un mueble, un objeto inerte y perdido. Quizás por eso él estaba seguro de que su lugar era adentro de un hospital. Era registrado, le hablaban, le hacían preguntas. Distintas personas le comunicaban que él estaba ahí, vivo.

Un ritmo tan logrado que podés sonreír la mayor parte del tiempo, y la obra se te escabulle en el cuerpo como esos momentos intensos que sabés que te están cambiando (pero no sabés cuánto, qué quedará). Y lo disfrutás a pesar de la tristeza intrínseca que las iluminaciones poseen. Lo disfrutás sabiendo que el mundo es muchas veces un pantano monstruoso y que muchos son tragados por ese lodo inexplicable. Lo disfrutás porque el arte logra escaparse por las grietas más embarradas y produce flores amarillas, girasoles luminosos. 

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