sapos de otro pozo
Enamorada 4
La tierra del
nunca más enamorado
Que se vaya, que desaparezca
sin una clara razón y yo no lo vea nunca más. Que nunca más sepa algo de él.
Que se evapore y luego de un tiempo yo comience a preguntarme si aquello fue
verdad, o simplemente, un sueño intranquilo, injurioso. Que me deje en paz, que
se haga detestable a mis ojos, a mi boca, que no lo pueda tragar, que me
empiece a doler la panza, que su
presencia me dé escozor, me incomode y me repela. Que en mi presencia nadie nunca más lo nombre. Que se vaya para siempre de
mi lado (hay
un lado que no veo, punto ciego al costado de mi ojo, y ahí, ahí, justo ahí, se
para él, y permanece, fijo, constante, inclemente). Mi lado, mi costado, mi costilla, rota, partida en varias partes, por
eso, me caigo, no me puedo sostener. Que nunca más se estampe
translúcidamente frente a mis ojos. Que muera, que vaya al cielo, que haya sido
bueno, que no me haya equivocado al juzgarlo. Que vuelva a nacer, que sea dulce
y tierno, un buen amante, generoso, que abrace mucho, que sea protector, que
quiera estar siempre a tu lado, de tu lado. Que me canse, que me pudra del
hartazgo, que no le conteste más los mensajes. Que me odie. Que me ame. Que me
desee. Que no me tenga. Nunca. Después de todo, creo que lo que me gusta es escribir. Escribirlo. A(r)marlo. Saborear cómo me mira, y cómo, desde esa mirada, se
perfilan palabras nunca dichas, frases que trato de recomponer como una
hilandera ilusionada, como una princesa maldecida que está a punto de pincharse
con la rueca. Ahora ya lo sabe, y no le importa, porque es más intenso el
placer de esas letras desmenuzadas, táctiles y sonoras como perlas, que se
encadenan cosiendo collares alrededor de mi garganta, que caen asombradas sobre
mis pechos atentos, sobre mi corazón expectante. Porque me ve sin lo cotidiano
y entonces puedo mutar, puedo ser algo distinto de mí, un yo con un nombre
prisma, una combinación hechicera que se entona cada vez de una manera única,
irregular. Entonces me ve escritora, pensadora, racionalmente enloquecida. Me
ve fuerte y a punto de romperme cada hueso intuido. Me ve etérea, delicada,
azucarada. Me ve con los mismos adjetivos que yo quiero adjudicarle. Por eso,
por mucho que todavía ni siquiera pensé, que no venga mañana. Que falte a su
promesa. Que tenga toneladas de trabajo irremediable, que me decepcione
enormemente, que me parta en pequeñísimos pedazos, que me demuestre lo
inconstante y poco confiable que es. Que sea un maestro de la indiferencia, que
me ignore y me dé por sentada como una pared pintada de blanco. Que no me mire
nunca más. Que gane plata, mucha plata, que se haga millonario, y que pudiendo
elegir a cualquiera, me elija a mí. Que yo lo rechace sin siquiera
considerarlo. Que él me rechace porque soy demasiado buena para él. Que nunca
reconozca esto porque es más orgulloso y eso lo empuja al abismo, a buscarme.
Que me regale un libro con la clave de sus pensamientos. Que me diga cosas
lindas y tontas, que me pase a buscar, que juegue a que es mi novio. Que me
invite a un lugar insólito, al que sólo él vaya, y que sólo a él le guste. Que
me confíe algo que nunca le haya dicho a nadie más. Que sea feliz, que rápido
broten sonrisas de sus labios, que disfrute. Que me busque. Que me hable. Que
se vaya. Que se vaya de una vez. Que no pise más mi casa. Que me desconozca.
Que me recuerde con cariño. Que ninguna experiencia le cause lo mismo que ésta.
Que su amor sea imposible. Que sea una unión perfecta en un mundo paralelo, en
otra dimensión. Que nos hayamos conocido antes, que compartamos lugares sin
saberlo, que escuchemos la misma música, y un día, por pura casualidad, nos
demos cuenta. Que tengamos una canción. Que tengamos un lugar preferido. Que
tengamos una primera y una última vez. Que mi pelo sea lo más lindo que haya
visto, que lo quiera tocar. Que siempre recuerde mi forma de mirar, de dudar
con las pestañas, y que por sobre todo, elija mi risa. Que se ría conmigo, que
yo siempre sea capaz de contagiarlo. Que tenga una miguita en la cara para que
se la pueda sacar, o un mechón que él quiera despejar y no pueda. Que yo lo
ayude. Que me extrañe. Que le duelan los ojos como a mí de tanto desvelarme.
Que me imagine. Que se esté preguntando lo mismo que yo, en exactamente el
mismo momento, y que podamos comprobarlo. Que el beso escrito en su carta haya
sido largo, suave y sincero. Que lo haya sentido cuando presionaba las teclas,
y así el beso se iba formando, como si cada letra se impregnara un poco de él.
Que nunca me mienta. Que sea apasionado y verdadero. Que sepa imponerse. Que llame
la atención. Que no haya un consenso sobre su persona y su carácter. Que se
haya peleado de manera violenta muchas veces en su vida. Que tenga varias
cicatrices y sinfín de historias. Que un pasado dudoso lo persiga, que no rehúya
de él. Que nunca se haya dado por vencido. Que haya sufrido ampliamente. Que no
sepa quién es su padre o que lo niegue. Que vea que lo entiendo, que lo
escucho. Que otras estén celosas de mí, sin razón. Que crean que soy su mujer,
y que luego sepan que es lo más impensable del mundo. Que me vea chiquita, como
una nena. Que me llene los bolsillos de golosinas. Que nunca le falte el
respeto a su familia, sin importar quiénes sean y aunque hayan abusado de él.
Que mi imagen sea un oasis para cuando esté agotado de vivir. Que haga una
locura por mí. Que me defienda, me exalte, me admire, me cuestione, me pelee.
Que trate de entenderme aunque mi discurso vaya contra lo más profundo de su
ser. Que estando juntos en algún lugar digan algo que me incomode, y él lo
corte de cuajo. Que se pelee por mí. Que, sin decírmelo nunca, diga que me ama
y que no puede concebirse sin mí. Que cite, todo el tiempo, inconscientemente,
canciones de amor. Que yo me dé cuenta y me burle de él. Que se invente un
viaje importantísimo, ineludible, y una excusa para que sea mi obligación
viajar también. Que yo no pueda ir. Que organice una fiesta sólo para
invitarme. Que yo vaya con otro y él se muera de celos. Que me trate mal,
enardecido por la pasión venenosa que lo acosa. Que me intente besar. Que me
roce apenas la superficie de una mano. Que me agarre de la cintura. Que me mire
y su cara se encienda, que no lo pueda evitar. Que se sorprenda de mis
expresiones, de mis gestos, de mis comentarios. Que yo le gane en agudeza
verbal, que le rebata todos sus argumentos, que lo convenza de aquello que
odia. Que una tarde podamos ir al cine y me vea emocionarme. Que no mire la
película, que me mire a mí. Que me compre pochoclos y pregunte, si quiero,
también, chocolates. Que me escriba una carta, de puño y letra. Que me mande
varios mensajes de texto en el mismo día. Que me llame por mi diminutivo o me
invente un nombre. Que haga todo y ceda todo, incluso su propia felicidad, para
que yo pueda ser feliz. Que lea lo que me escribo con avidez. Que esté al tanto
de lo que hago aunque deje de verme durante un largo tiempo. Que lleve siempre
alguno de mis libros en su mochila. Que trate de descifrarme más allá del afán
estético. Que un amigo le hable con demasiado entusiasmo sobre mí. Que se
encuentre con gente que me conoce y me quiere. Que mi perfume sea un olor que
cada tanto lo envuelve, como una oleada de viento que te sorprende sin que lo
puedas evitar, sin que lo veas venir. Que esté absolutamente indefenso y
desnudo, como recién nacido. Que desaparezca. Que no vuelva nunca más. Que se
convierta en un paterfamilias perfecto, tradicional y detestable. Que sus hijos
lo adoren. Que tenga una hija y sea la nena de papá, que lo cele todo el tiempo
y nunca quiera soltar su mano. Que esté radiante. Que al cabo de muchos años
intente contactarme. Que no lo logre. Que nos encontremos de casualidad. Que
sea la conversación más fluida que hayamos tenido. Que nos confesemos todo, que
podamos decir exactamente lo que estamos pensando. Que nadie nunca jamás nos
relacione. Que siempre seamos sapos de otro pozo. Que siempre nos miremos de
reojo. Que nadie nunca jamás pueda imaginarlo. Que sea siempre, siempre, nuestro secreto.
Diario de la Transformación, Viajera Editorial, 2011.
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